EL ARROYO DE LA VEGA.
Muy de tarde en tarde, hay noches que, me viene a la memoria aquellos años de mi adolescencia en Valdilecha, junto al lento discurrir del Arroyo de la Vega, allí, elaboré todas las quimeras nutrientes de mi existencia.
El Valle verde y, más verde la vega,
mi adolescencia abierta a todos los sentires
esponjeaba cada planta, cada aroma,
el canto de las aves, y cada meandro
del arroyo, permanentemente escoltado
por los álamos de su ribera,
que es el retrato más vivo de las dos Castillas.
Valdilecha acunó mi niñez
Con el bálsamo de las buenas gentes,
Allí descubrí y aprendí la pausa
siesteada del hortelano agostando,
mientras la mata del tomate
o la del calabacín se extendían
como el beso de un recién enamorado.
También subí a la higuera,
no para recoger su fruto, sino para descubrir
la desnudez de los primeros muslos femeninos
que trepaban sobre mi invitadores.
Cuantas veces en el camino angosto
que busca el alto cerro, vi abrirse
las granadas provocadoras, que invitaban
a extender la mano para el hurto
inocente, cuando hasta los pastores duermen.
Siesteaba Valdilecha, mientras yo, correcaminos,
abría la boca, los ojos, los oídos,
silbando al cálido viento que impregnaba
cada rincón del valle que me acogía
En la alcoholea, el olor a espliego
recién segado me embriaga
y me eleva a los riscos
con dos zancadas sin cansancio.
El Arroyo de la Vega
Tenía una parcela de fresca hierba,
con el trébol salpicado y soñador,
aquél lugar era el claustro, o más,
era la vulva que engranaba creando
la luz necesaria de todas mis quimeras,
porque un sueño, o una imaginación oscura
cae en el vacío de la nada más absoluta.
Tras los primeros muslos femeninos de la higuera,
se me abrieron a los ojos los pechos virginales,
los primeros besos en una oliva perdida
que brotó silvestre en una cuneta polvorienta
en la recta de una carretera de posguerra.
Aprendí con mis primas
cuanto amor siembre y recoge la familia.
Y cada mañana y cada tarde,
acudía a la cita del arroyo,
y sin saber que puede existir
un trébol de cuatro hojas,
tumbado sobre la hierba verde,
fresca y verde, verde y fresca,
durante horas vi correr la cristalina
y repetitiva agua
que llegando se alejaba.
Y hoy, después de ocho lustros
por qué repetí
hasta la locura más insana
un nombre de mujer
que traía y llevaba el agua:
¡Vitoria, Vitoria, Vitoria!
Hasta hacerme hombre, blanca nata…
Leganés, 14 de enero de 2008
JOSMAN
Muy de tarde en tarde, hay noches que, me viene a la memoria aquellos años de mi adolescencia en Valdilecha, junto al lento discurrir del Arroyo de la Vega, allí, elaboré todas las quimeras nutrientes de mi existencia.
El Valle verde y, más verde la vega,
mi adolescencia abierta a todos los sentires
esponjeaba cada planta, cada aroma,
el canto de las aves, y cada meandro
del arroyo, permanentemente escoltado
por los álamos de su ribera,
que es el retrato más vivo de las dos Castillas.
Valdilecha acunó mi niñez
Con el bálsamo de las buenas gentes,
Allí descubrí y aprendí la pausa
siesteada del hortelano agostando,
mientras la mata del tomate
o la del calabacín se extendían
como el beso de un recién enamorado.
También subí a la higuera,
no para recoger su fruto, sino para descubrir
la desnudez de los primeros muslos femeninos
que trepaban sobre mi invitadores.
Cuantas veces en el camino angosto
que busca el alto cerro, vi abrirse
las granadas provocadoras, que invitaban
a extender la mano para el hurto
inocente, cuando hasta los pastores duermen.
Siesteaba Valdilecha, mientras yo, correcaminos,
abría la boca, los ojos, los oídos,
silbando al cálido viento que impregnaba
cada rincón del valle que me acogía
En la alcoholea, el olor a espliego
recién segado me embriaga
y me eleva a los riscos
con dos zancadas sin cansancio.
El Arroyo de la Vega
Tenía una parcela de fresca hierba,
con el trébol salpicado y soñador,
aquél lugar era el claustro, o más,
era la vulva que engranaba creando
la luz necesaria de todas mis quimeras,
porque un sueño, o una imaginación oscura
cae en el vacío de la nada más absoluta.
Tras los primeros muslos femeninos de la higuera,
se me abrieron a los ojos los pechos virginales,
los primeros besos en una oliva perdida
que brotó silvestre en una cuneta polvorienta
en la recta de una carretera de posguerra.
Aprendí con mis primas
cuanto amor siembre y recoge la familia.
Y cada mañana y cada tarde,
acudía a la cita del arroyo,
y sin saber que puede existir
un trébol de cuatro hojas,
tumbado sobre la hierba verde,
fresca y verde, verde y fresca,
durante horas vi correr la cristalina
y repetitiva agua
que llegando se alejaba.
Y hoy, después de ocho lustros
por qué repetí
hasta la locura más insana
un nombre de mujer
que traía y llevaba el agua:
¡Vitoria, Vitoria, Vitoria!
Hasta hacerme hombre, blanca nata…
Leganés, 14 de enero de 2008
JOSMAN
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