Bécquer.
Gustavo Adolfo Bécquer, presintió la presencia de Dios bajo el Moncayo, tremenda su Carta Quinta, cuando escribe de las grandes diferencias entre las damas de la Corte en los peristilos del Teatro Real y aquellas mozas del siglos XIX que recogían leña para venderla en Tarazona y con la escasa ganancia comprar el pan negro y la saya que vestían, el poeta más romántico retrata con las palabras las diferencias sociales, diferencias abismales, le sobran cuatro líneas para despertar a Dios, ese Dios que no habita en las Iglesias que llaman sus casas, porque como el cita: “Dios, aunque invisible, tiene siempre una mano tendida para levantar por un extremo la carga que abruma al pobre”
Nos cuenta que, sobre la nieve esas jóvenes
saltaban de peña en peña cargadas con su leña al hombro que al día siguiente venderían para ayudar a la
economía de sus familias.
Bajaban tan joviales y contentas que nuestro
poeta quedó conmovido, el poeta del amor y el desamor, ahí descubrió a Dios, allí
se dio cuenta de su existencia y su presencia. ¿Qué necesidad tenía de escribir
de Dios en una carta que mandaba a la prensa para su publicación y malvivir tratando de recuperar su salud? A Bécquer le debemos
haber aprendido amar con el lenguaje del amor, él que nunca pudo amar, pero eso
es otra historia.
Posiblemente nunca se encuentre a Dios en la grandes catedrales, quizás se le encuentre
en el esfuerzo, en la lucha pacífica, en la voluntad y la conciencia del ser, lo demás, es lo demás, de un Dios que alumbró a su hijo en un establo,
y le hizo entrar en Jerusalén en un asno, "para crucificarlo entre todos cada
día", como decía el poeta leganense Brotóns.
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